Nuestros sueños cambian y nos cambian constantemente. Se les teme y se les ama. Su naturaleza es de matar o morir, y desear cumplirlos u olvidarlos nos convierte en las personas que somos: seguros o temerosos, optimistas o, tal vez, realistas... Apasionados o fríos. Siendo niños, ignoramos lo plausible y abrazamos lo fabuloso mientras que, al convertirnos en adultos, perdemos la capacidad de asombrarnos y de exaltarnos por lo cotidiano.
Pero hay quien no acepta la derrota de lo extraordinario, quien toma un equipaje ligero y decide que, a falta de otras huellas que seguir, sus propios pasos sean quienes marquen el camino.
Este es el caso del Doctor Livingstone y esta es su historia.
David Livingstone nació en Escocia un 19 de marzo de 1.813. Nacido el segundo de siete hermanos, su formación religiosa (protestante) comenzó a una edad temprana, y muy pronto compaginó sus estudios en latín (del que, se dice, era autodidacta) con su trabajo en la fábrica de algodón en la que vivía su familia. De la compañía algodonera recibía también un sueldo y una educación complementaria por las tardes, gracias a los cuales pudo reunir el suficiente dinero como para comenzar, en 1.836, los estudios de medicina en la Anderson's University.
Tras unirse temporalmente a la Sociedad Misionera de Londres, pudo terminar sus estudios en la misma ciudad, licenciándose en la facultad de Física y cirugía de Glasgow. La pasión por la medicina y la ansiedad por descubrir nuevos lugares, unidos a su profunda fe religiosa, le llevaron a ordenarse como misionero. Como tal, se interesó en viajar a China y las indias orientales, aunque su primer cometido fue llevar sus conocimientos como doctor e impulsar la fe cristiana en Kuruman, Sudáfrica. En su diario, podría leerse: "Dios, envíame a cualquier parte. Solo ven conmigo".
Como muchos pioneros, amaba la idea de explorar lo desconocido y le seducían las ideas abolicionistas de la época. Como prueba de su convicción, llevó a su familia al completo consigo, si bien es cierto que más adelante resultaron ser una carga para él, con lo que los dejó en terreno sudafricano y prosiguió su camino solo. Muy pronto comprendió la dificultad de la labor evangélica y, pese a mostrarse abierto con las diferentes costumbres locales que encontraba, creía que eran necesarias técnicas de predicación diferentes.
Decidió entonces encaminarse al norte, allá donde ningún europeo había llegado, donde los más fuertes sucumbían a los ataques de malaria y disentería, y los ejércitos sucumbían a los ataques de las tribus locales. Su principal herramienta fue su capacidad para transmitir que no era una amenaza y su flexibilidad para negociar su paso por los distintos territorios que conformaban su camino.
En 1.855, en Zambeze, descubre lo que la tribu de los Makololo llamaba "el humo que truena", unas imponentes cataratas de más de un kilómetro y medio de largo, a las que llamó Victoria, en honor a la Reina de Inglaterra. Curiosamente, uno de los descubrimientos más bellos que sus ojos llegaran a admirar sería precisamente su perdición, ya que el motivo de su viaje consistía precisamente en encontrar un canal de comercio válido para la región africana. El río Zambeze, con sus rápidos, cascadas y cataratas, hacía prácticamente imposible su navegación.
Livingstone volvió a Inglaterra, tras haber conseguido grandes logros y aportaciones fundamentales a la botánica y la biología, pero con la frustración de no haber logrado el gran titular que la prensa británica de la época esperaba. La colonización del continente africano por el Zimbeze no sería posible pese a haber invertido en ello grandes sumas de dinero.
En 1.865 David Livingstone volvería al continente africano de la mano de la Royal Geographical Society de Londres, con el objetivo de buscar el nacimiento del río Nilo. Desgraciadamente, en algún punto del camino, confundió la ruta y se perdió.
Camino del Tanganica, sus cartas llegaban cada vez más escasamente hasta que un día llegó la última.
Durante los siguientes siete años nada se supo del explorador que alimentaba de sueños las mentes de niños y adultos, abriéndose paso por ríos imposibles y luchando contra la indómita naturaleza llevando consigo únicamente un cuchillo mellado. Por eso, en 1.871, el New York Herald decidió enviar a uno de sus subordinados a recorrer de nuevo las selvas africanas y tratar de encontrar a Livingstone. Esa persona no era otra que Henry Stanley, un intrépido reportero, excombatiente de la guerra de secesión americana.
Sus pesquisas lo llevaron hasta Ujiji, Tanzania, donde, se decía, se encontraba el explorador escocés. Y allí lo encontró Stanley, en un deplorable estado de salud. Se cuenta que, al adentrarse en el poblado, un hombre blanco de aspecto fatigado le esperaba sentado en el centro. El reportero galés pronunció las palabras que más tarde pasarían a la historia:
¿El doctor Livingstone, supongo?
Lo cierto es que, tras el encuentro, ambos trabaron una curiosa amistad y, parcialmente recuperado Livingstone de la malaria y la disentería que padecía, exploraron juntos los orígenes del lago Tanganica.
Sin embargo, cuando Stanley, decidido a volver a Inglaterra, se ofreció a acompañar al escocés, Livingstone se negó. A sus casi sesenta años de edad, se negaba a marcharse del continente sin haber logrado las dos metas que se había propuesto: encontrar el nacimiento del río Nilo y evangelizar a la población local. Lo cierto es que había pasado más de la mitad de su vida luchando contra la terra incognita, allí donde nadie antes se había atrevido a llegar, y retomar una vida acomodada en alguna mansión londinense debió parecerle carente de todo sentido.
Por aquel entonces, Livingstone llevaba persiguiendo sus sueños durante 32 años y, finalmente, había encontrado un lugar al que llamar hogar: África.
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