El mago giró las cuerdas otra vez. Se equivocaba, aunque desconocía el motivo.
La luz debería reflejar el ángulo correcto sobre la piedra pulida, pero, por alguna razón, no lo hacía. Se limitó a marcar la posición del sol una vez más, pensativo. ¿Se estaban moviendo acaso las piedras sobre las que se sentaba? ¿O era el sol, su único y adorado tótem, quien cambiaba su paseo por el firmamento a su antojo? Los demás le miraban dibujar sobre la piedra con absoluto desprecio: sólo había en el mundo una carga mayor que la de una mujer: la de un tullido.
En el comienzo, el paso del tiempo no les preocupaba. Sobrevivir dependía exclusivamente de su capacidad para cazar y de desplazarse una vez la comida se terminaba. Si la caza tenía éxito, entonces los más débiles debían alimentarse primero. Eso lo aprendieron hacía ya varios inviernos a un elevado coste, cuando perdieron a tres hembras que estaban a punto de ofrecer nuevos hijos a la tribu.
Pero, de eso, sólo el mago era capaz de acordarse. Los más jóvenes únicamente conocían la abundancia y recelaban de sus consejos cada vez que les exigía que no se saciaran bebiendo agua fresca y comiendo carne tierna. Había visto a otros tomar más de la naturaleza de lo que era estrictamente necesario, y ya conocía los resultados.
Pero, de eso, sólo el mago era capaz de acordarse. Los más jóvenes únicamente conocían la abundancia y recelaban de sus consejos cada vez que les exigía que no se saciaran bebiendo agua fresca y comiendo carne tierna. Había visto a otros tomar más de la naturaleza de lo que era estrictamente necesario, y ya conocía los resultados.
La tierra y el sol podían ser tan crueles como generosos, pero era necesario comprenderlos. Así que el mago decidió aprender a observar, como tantas otras veces había hecho.