Recuerdo a Juvenal, hace unos años, caminando hacia una de las portezuelas de la ciudad, aquejado de toda clase de males, aconsejando al amigo que deja la ciudad eterna que procure no regresar. El más ácido de cuantos habitantes del Lacio hayan existido despotricaba enérgicamente contra libertos, libertinos y libertades, y azuzaba la conciencia vaga del pobre ciudadano romano sin descanso.
Lo recordé caminando a orillas del Tíber, camino de Trastévere, cuando nuestros ojos (los de mi compañera y los míos) observaban a un lado y a otro del río la desgana con la que Roma se ha tragado sus tesoros más valiosos. La ciudad ha crecido desbocada, salvaje e iracunda, apenas luchando por respetar un ápice de lo que fue hace algunos siglos.