miércoles, 2 de marzo de 2011

Lo que Audrey no quiso contarte

Y, de repente, la sencillez y el silencio cobraron vida en una delgada muchacha de ojos dulces nacida en algún lugar de la remota Europa. Audrey y solamente Audrey, sin artificios ni ayudas, apenas maquillada, rompía sin saberlo todos los esquemas de Wyler en unas pruebas de cámara diseñadas para que únicamente Elisabeth Taylor pudiera ganarlas. El responsable de dichas sesiones, Roman Holiday, ordenó que siguieran grabando una vez la actriz hubiera terminado su audición sin que ella lo supiera: quería estudiar su inocencia, sin ceñirla al papel al que optaba. Enfrentarla a la cámara, y ver qué sucedía.

Sin embargo, la historia de Audrey Kathleen Ruston no empezó en aquella improvisada escenografía, sino mucho antes. Tras el abandono de su padre cuando apenas contaba con seis años, dedicó su infancia y juventud a huir, en compañía de su madre, del ejército nazi.

Al estallar la guerra, como decimos, su padre abandonó a su esposa y a su hija, obligándoles a recorrer Europa buscando escapar al hambre y la miseria, que se cobraron un precio importante en la fisonomía de la futura actriz de un modo irreparable. Para esconderse, adoptaron el apellido Hepburn, heredado de la nobleza británica (que también reclamó para sí la actriz Katherine Hepburn). Años más tarde, Audrey volvería a encontrar a su padre y, estando en una situación económica más favorable, se ocupó de que jamás le faltara nada. Ella le devolvía aquello que, siendo niña, jamás recibió: no imaginaba una manera mejor de diferenciarse de su propio padre.

Estando en Holanda, durante el transcurso de la guerra, actuaba en sesiones privadas de ballet en las que se recaudaba dinero para la resistencia. Cuando terminaba su representación, su público la miraba en silencio, conmocionado. Posiblemente, les maravillaba la belleza del arte que representaba, pero también les atenazaba la idea de abandonar una cotidianeidad digna de otras épocas, y regresar a la barbarie de la guerra en la que vivían.

No podían aplaudir, por miedo a ser descubiertos. El derecho de libre reunión no estaba permitido. Más adelante, la propia Audrey Hepburn diría que el mejor público que había tenido jamás fue aquel que nunca pudo aplaudirla.

Mientras los escenarios clamaban, en su opulente belleza, por las interpretaciones de Monroe y Loren, ella ofrecía naturalidad y una suerte de elegancia, tan, tan escasa, que supuso un referente para una generación de jóvenes que de buenas a primeras quería llevar el pelo corto, pantalones pirata y dejar de ser un objeto de adorno para sus maridos.

Al parecer hoy, la industria cinematográfica de Hollywood tiene un problema: sus directores no son capaces de encontrar actrices que sepan responder en los planos cortos.


Vean el siguiente vídeo, y sepan que lo que nunca puede olvidarse, tampoco puede morir.

Con ustedes, una vez más, Audrey Hepburn.




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