Contrariamente a lo que comúnmente se percibe del trabajo de investigadores y científicos (sobre todo a lo que en épocas pasadas se refiere) los descubrimientos que a menudo realizan llegan a chocar frontalmente con sus propias creencias y fundamentos existenciales, mucho antes de que aquéllos cambien (profundamente en ocasiones) los caminos del pensamiento de la sociedad de su época.
Existen numerosos ejemplos de ello en Newton, Einstein, Kepler, Galileo, Bacon o Pascal. Todos ellos tuvieron que enfrentar sus revolucionarias teorías a su propio convencimiento, primero, al “magister dixit” de su tiempo, el que les tocara vivir, después, y a las ya obsoletas creencias a las que sus sociedades se aferraban en ese imparable dogma de fe que se llama opinión pública.
Posiblemente uno de los ejemplos más representativos de este conflicto entre moral y ciencia fue el caso de Charles Robert Darwin al sentar las bases de la teoría de la transmutación, posteriormente conocida como teoría de la evolución.
Es de sobra conocido que el Darwin que iniciara su viaje en el Beagle allá por 1.831 se disponía a ser formado como diácono en su regreso a las islas británicas. Su recorrido, principalmente de interés geológico, sería igualmente un viaje espiritual, de recogimiento y reflexión. Podemos decir que lo fue, y mucho. A su vuelta creyó haber vislumbrado una nueva manera de entender la historia de la tierra, de sus especies vivas y, posiblemente, del hombre.
Las críticas acudieron con celeridad y excesiva acidez. Cuando su ayudante, Syms Covington, presentó la teoría de su mentor en una de las sociedades científicas británicas, uno de los ponentes le preguntó si él descendía del mono por parte de su abuela materna o, si por el contrario, era por parte de su abuelo paterno. Covington contestó que probablemente prefería descender del mono a tener por antepasado a alguien que era capaz de bromear cuando trataba cuestiones científicas (ha trascendido con mayor fuerza la pregunta que la respuesta, claro está). Uno de los debates más apasionantes de la historia de la humanidad había comenzado.
Una de las cuestiones que se le plantearon al británico es la siguiente: Si todos y cada uno de los rasgos que definen a un ser vivo responden a criterios de utilidad y de selección natural, ¿es posible encontrar en los mismos capacidades o virtudes fútiles? O, planteado de otra manera: ¿sería válida la teoría de la evolución si se encontraran en la naturaleza un solo elemento cuya persistencia en el tiempo no responda a criterios de necesidad?
Lo que los creacionistas estaban preguntando es que, si Dios existe y creó la tierra tal y como la conocemos para regocijo y disfrute propio y de la humanidad, entonces no necesariamente deben existir rasgos en la naturaleza cuyo objeto sea meramente contemplativo. Debe existir la belleza por la belleza. Debe existir el goce de contemplar un objeto por la mera satisfacción del alma.
Se puso como ejemplo la orquídea, por considerarse un ejemplo de esa belleza terrental carente de otra utilidad que la atención contemplativa. Y Darwin, dudaba. La misma duda que le había llevado a plantearse los principios fundamentales de sus propias creencias, ahora le atormentaba.
Si se demostraba la belleza existía, entonces todo habría sido en vano, y él solamente estaría equivocado.
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