jueves, 23 de octubre de 2008

Las muertes de Leon Tolstoi


El sentimiento de culpa siempre ata. Siempre arrastra. Es el monstruo contra el que lucha una conciencia deseosa de tranquilidad, pero desde el día en que nacemos hace un mínimo acto de presencia, para no desaparecer jamás.

Creo recordar que fue San Juan de la Cruz quien confesó en sus memorias que, de niño, había hurtado algunas peras para comer, estando en compañía de sus amigos. Dado que lo hizo por puro divertimento, una poderosa sensación de desgracia se apoderó de él, por tan infantil acto, hasta bien entrada la madurez.

Ojalá todas las conciencias arrastraran un crimen tan insignificante como el robo de una pera. Pero cada uno combate a sus monstruos hasta que uno de los dos, conciencia o culpa, se rinde: es entonces cuando comienza el cambio, la muerte que precede al nacimiento. Kafka se siente insignificante, y Tolstoi se escapa en mitad de la noche con su médico y su hija.

Para éste último, a quien desde su infancia le alimentaron con fantasías de la más rancia aristocracia rusa, creció con el convencimiento de portar la llama de los elegidos, y murió con la culpa de no conocer ni amar a sus semejantes.

Puede leerse en su prólogo a "Guerra y Paz", donde apunta que las pasiones de la clase humilde no le son comprensibles ni asimilables, y que no las entiende, igual que no entiende qué siente un caballo que lleva un tonel, o una vaca que pasta en el prado. Para los que le ven como un icono del anarquismo, resultará chocante. Tengo el presentimiento de que éstas, sus propias palabras, escritas en uno de los primeros libros de la literatura universal, le persiguieron sin descanso hasta la estación de tren en la que exhaló su último suspiro.

Algo cambió en él, y tal vez fuera la guerra. Escribió:
"Estoy siempre conmigo, y es este Yo quien me atormenta."
Cuando volvió de Sebastópol nunca fue el mismo, y de sentirse libre pasó a sentirse atrapado. El primer personaje que atormentó no fue otro que Ana Karenina, que luchaba tenaz, fracasando, para liberarse de sus ataduras sociales.
A esas alturas, parece que Tolstoi pidió una oportunidad al destino, y la vida le invitó a otra ronda, pero nunca pudo escapar de sí mismo. Vendió todos sus bienes e invitó a su mujer a hacerlo (se negó en redondo). Logró escaparse de su jaula, y durante unos días fue un vagabundo más en Siberia, sin nada que lo atara al mundo excepto su propia conciencia, su ropa y sus zapatos, por ese orden.
¿Qué tiene el lado salvaje de nuestra naturaleza, que parece llamarnos a gritos en los andenes, las estaciones, las bibliotecas y los parques, las mudanzas, día y noche? ¿Quién escucha la voz que se rebela contra nuestra colección de instintos y prejuicios y se exige un cambio?
Dylan dijo que quien no está ocupándose de nacer, está ocupándose de morir.
Nazcan siempre, cada día, y brinden a la salud de los locos. Uno les saluda.

2 comentarios:

  1. Brindo por los locos que dices, y por la conciencia y la culpa, si conducen a empezar otra vez, a un golpe de efecto, a un salto mortal, a mirar más allá del ombligo. Si cualquiera de las dos lleva a la derrota o la desesperación, a mi modo de ver, sólo son lastre.

    El ladrón infantil de huertos era san Agustín, me parece.

    Es un placer, volver a leerte.

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  2. Ojalá todas las conciencias arrastraran un crimen tan insignificante como el robo de una pera





    Sientiendolo mucho, no puedo estar en mas desacuerdo. Es obvio que la conciencia hace que nos hagamos menos daño del que podriamos hacernos para conseguir lo que queremos, pero por otro lado si la conciencia nos persiguiese por cada uno de los actos que hagamos donde existe una minima disonancia cognitiva, no podriamos vivir en paz.

    He ahi la prueba de que los extremos no son buenos, ni en un lado de la balanza, ni otro.

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