miércoles, 9 de marzo de 2011

Cuentos, II

Caminábamos por el mercado, y observamos que una multitud se agolpaba en torno a uno de los puestos. Cuando conseguimos abrirnos paso entre el gentío, descubrimos que lo que llamaba su atención era la labor de un artesano que, con delicadeza y pasión, adornaba los bordes de una vasija.

Su maestría era indiscutible, y contemplar su trabajo resultaba hipnotizador. Multitud de líneas pintadas en oro se cruzaban y entremezclaban con esmeraldas, granates y malvas, formando un caos de incomparable belleza. En los límites de su contorno, figuras geométricas de gran complejidad creaban infinitos laberintos que se perdían inmediatamente en los abismos de la memoria de aquel que los miraba.

Permanecimos allí, observando, carentes de voluntad mientras mezclaba colores desconocidos y sujetaba su fino pincel. ¿Qué precio no tendría aquel maravilloso objeto?

Pasadas lo que nos parecieron varias horas, el artesano, ignorante de aquellos que le rodeábamos, se levantó despacio y alzó el recipiente por encima de su cabeza.

Ante nuestra atónita mirada, arrojó la vasija al suelo con indiferencia, que se rompió en mil pedazos.

De camino a casa, mi amigo me preguntó:

"¿Porqué quisiera nadie destruir aquello que con tanto esmero ha creado?".

Y yo no supe qué contestarle.

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